Comentario
Muy otra va a ser, en cambio, la suerte de la pintura social, que conoce un espectacular desarrollo en la última década del siglo, como heredera directa del género histórico. Se cumplen así los vaticinios del Tubino que, ya en 1871, había dejado muy claro que "si hasta ahora, con breves excepciones, el arte tuvo por objeto los dioses o los príncipes, en adelante deberá tener por fin el hombre. El que pinta hoy el suceso histórico que interesa a la civilización, esto es, que arguye una enseñanza, un progreso, una mejora, un triunfo, una censura; pintará mañana el suceso de la vida común, que realmente sea digno de transmitirse al lienzo, pintará al hombre como es en sí, tomando por modelo la humanidad y por norte su mejoramiento".
Vaticinios que se hacen realidad cuando la sucesión de una serie de acontecimientos -la fundación del Partido Socialista y la Unión General de Trabajadores (1889), la conmemoración del Primero de Mayo (1890), la nueva política social de la Iglesia tras la "Rerum Novarum" de León XIII (1891), y la creación del Instituto de Reforma Sociales-, unida al triunfo en la Exposición Universal de París de 1889 de Una sala de hospital, de Luis Jiménez Aranda, en detrimento de La rendición de Granada, de Pradilla, animan a los artistas a abandonar los ya obsoletos asuntos históricos para concentrarse en los temas contemporáneos con un marcado trasfondo social.
A partir de ese momento los asuntos realistas y la problemática del mundo laboral no sólo aparecen con frecuencia en los certámenes nacionales, sino que ganan los primeros premios, más la consiguiente adquisición oficial, con sus versiones de huelga o manifestaciones -Una huelga de obreros en Vizcaya de Cutanda (1892)-, accidentes laborales -Una desgracia, de José Jiménez Aranda (1890) y ¡Aún dicen que el pescado es caro!, de Sorolla (1895)-, repercusiones sociales -¡Otra Margarita! y Trata de Blancas, del mismo autor en 1892 y 1897 respectivamente, sin olvidar su Triste herencia, aunque ya de 1901-, para culminar con el tema propuesto por la mismísima Academia en el concurso de pensionados en 1899: La familia del anarquista en el día de su ejecución.
Esta sucesión de éxitos viene a satisfacer los deseos tanto de los sectores conservadores como de los progresistas, pues, aunque con distinto signo, ambos son partidarios de un arte comprometido, en razón de su condición de guía de la sociedad. Baste como ejemplo un editorial del pimargalliano "El Nuevo Régimen", defendiendo, con motivo de la Exposición de 1892, que "El arte y la poesía deben a nuestros ojos ser los precursores de las ideas que han de conducir a su destino por sendas aún no trilladas al linaje humano. Dadas sus tendencias, es de aplaudir que se fijen en las miserias del presente, ya que por ellas pueden excitar los ánimos a la regeneración social que tantos corazones desean y tantos espíritus presienten".
La pintura social se presenta, pues, como la heredera natural de la pintura de historia, con todos sus condicionantes positivos y negativos, limitando su posible clientela al ámbito oficial. Ello no sólo no favorece su desarrollo sino que refuerza su retoricismo al convertirlas en obras de empeño, a la vez que explica el que hoy se ponga en duda su condición de realismo social. Como en tantas otras cuestiones parecidas, el problema descansa realmente en la interpretación actual, al infravalorar, por un lado, su ejecución académica, mientras que, por otro, se prefiere no el retoricismo de esas obras, sino un arte comprometido, que invite a la acción, como en 1848 le pedía Michelet a Daumier.